María Giulianna Zambrano - Fotografía josep vecino
El 14 de marzo de 2020, Ecuador anunció el cierre de fronteras como respuesta a la pandemia global por el virus covid-19 y la suspensión de vuelos internacionales a partir de las 00:00 del 17 de marzo. Después, el 16 del mismo mes, mediante el derecho No. 1017, el presidente Lenin Moreno decretó estado de excepción en todo el territorio nacional y suspendió el derecho a la libertad de tránsito y de asociación, salvo excepciones que no contemplaban a personas en situación de movilidad humana. En las declaraciones del presidente durante la cadena nacional aquella noche, éste se refería a la pandemia como una situación de guerra y reafirmaba el cierre de fronteras bajo este argumento: “Nadie que esté contagiado entrará por nuestras fronteras”. Con un discurso belicista el presidente hablaba del fin de los “contagios importados” y aseguraba que haría todo lo posible por “cuidar a [sus] hermanos”, instaurando una lógica que construía al otro extranjero, en tránsito y afuera como un foco de contagio.
Las restricciones de movilidad, transnacional e interna, por un lado, dejaron a miles de personas de Ecuador y residentes en el país sin la posibilidad de retornar y sin acceso a transporte a miles de ecuatorianxs fuera y dentro del país. Durante semanas, Corredores migratorios compiló junto con el colectivo Atopia y la cuenta @derechovolver testimonios de personas varadas con el hashtag #DerechoAVolver.[1] Estos testimonios dieron cuenta de la violación de derechos civiles a ecuatorianxs y de la situación de indefensión e incertidumbre en la que el Estado dejó más de 2000 personas ahora extanjerizadas, excluidas de aquel nosotros articulado en las declaraciones de Moreno. Por otro lado, esta medida perjudicó también a personas sobre todo venezolanas que se encontraban en tránsito por territorio ecuatoriano, ya fuera en su salida de Venezuela o volviendo a su país, pues el descalabro económico ocasionado por las medidas de cuarentena generó un proceso de retorno para la población migrante.
[1] Ver: http://corredoresmigratorios.com/por-el-derechoavolver/.
Las decisiones del Estado mostraron la asunción de que los cuerpos en tránsito eran los principales focos de contagio; por lo tanto, los esfuerzos estatales debían dirigirse a restringir la movilidad, aun si eso implicaba dejar en situación de desamparo a personas que no tenían opción de quedarse en casa, y exponerlas a diferentes formas de violencia. Asimismo, el recurrente discurso que llamaba a las personas a “quedarse en casa”, emitido tanto por el gobierno como en los medios de comunicación, tuvo como efecto la producción del miedo al cuerpo del otro como estrategia de control y, por tanto, la criminalización y estigmatización de la movilidad de las personas. En la mencionada cadena nacional, el presidente dijo que era “hora de un control ciudadano, solidario y estricto, un control que nos recuerde que quien actúa irresponsablemente saliendo a la calle sin necesidad nos pone en riesgo a todos.” Pero, ¿cómo se definía aquella necesidad? ¿qué pasaba entonces con aquellas personas a quienes estas medidas las encontraban en pleno tránsito fuera o hacia su país de origen o a quiénes se veían forzadas a salir por la pérdida de empleo o vivienda en el lugar en el que residían a medida de que la crisis económica empeoraba o, que por varias razones necesitaban o deseaban retornar a su país de origen?
Ante una ausencia de medidas pensadas desde la realidad migratoria en la pandemia, aquella de las personas que no podían quedarse en casa o que no la tenían ya, el enfoque securistista del Estado ecuatoriano dificultó el tránsito ya arduo por uno de los principales corredores migratorios en Sudamérica -Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú. En 2019 varios países sudamericanos empezaron a exigir visas y más papeles a personas migrantes venezolanas, aumentando el cruce por pasos irregulares y las dificultades para regularizar el estatus migratorio en países destino. Ecuador es un país emisor y receptor de migrantes y, un país de tránsito para personas de varios países en ruta hacia Estados Unidos y en la ruta de personas, principalmente, venezolanas, haitianas, cubanas y africanas hacia el Cono Sur. No abordar–tanto en los mensajes a la ciudadanía como en políticas precisas–esta realidad migratoria permitió que se violenten los derechos fundamentales de las personas migrantes, las excluyó de los mecanismos de protección del Estado frente a la emergencia sanitaria y, sobre todo, negó la necesidad de moverse de muchas personas.
No obstante, nos parece importante recalcar que ni el enfoque securitista, ni la criminalización de la migración, ni la voluntad del Estado de igualar migración a contagio, haciéndolos sinónimos, impidió que hubiera respuestas sociales para apoyar el tránsito digno de la población venezolana y defender el derecho a migrar desde prácticas de solidaridad y hospital radical. Las prácticas de solidaridad y la hospitalidad radicales surgen como una respuesta de sociedad civil u organizaciones diversas para proteger los derechos humanos de personas migrantes, garantizar el tránsito digno para quienes se desplazan como respuesta a condiciones de precarización, pobreza o violencia y construir espacios-refugio (como la creación de santuarios, sean estas ciudades, albergues, casa de paso, comedores, centros de integración, entre otros) que en última instancia politizan la defensa del derecho a migrar y ofrecen alternativas para imaginar la posibilidad del tránsito digno y libre. Su radicalidad reside en que son esfuerzos que muchas veces requieren recursos propios, acompañamiento constante de la causa y, en algunos casos, el peligro de criminalización por parte del Estado. No obstante, ahí donde el enfoque la narrativa estatal promueve un enfoque “nosotros vs. los otros”, la criminalización y las restricciones al movimiento, estas prácticas cuestionan esa frontera, reconocen la realidad migratoria y la posibilidad de todxs de tener que migrar y horadan restricciones y muros desde prácticas de cuidado que acogen, alimentan, informan, acompañan, visibilizan, entre otras cosas.
La hospitalidad de Carmen Carcelén
Un caso de hospitalidad y solidaridad radical es el de la familia de Carmen Carcelén y su casa de paso en El Juncal. Desde agosto de 2017, la casa de la familia García-Carcelén ha acogido a miles de personas migrantes en tránsito, la mayoría provenientes de Venezuela y en camino por diferentes rutas. Para mediados de 2019, algunos medios digitales y reportajes hablaban de entre 8000-14000 personas. Pero, estas cifras parecen ser conservadoras y revelan la ausencia de registros oficiales desde el régimen para no dar cuenta de las dimensiones de la realidad migratoria en el país. Apoyada por donaciones de la sociedad civil, la asistencia ocasional de algunos organismos internacionales y organizaciones no gubernamentales y religiosas locales y, sobre todo, gracias a esfuerzos independientes de la familia y de la comunidad de El Juncal, la familia ha logrado ofrecer a las personas en tránsito un sitio para el descanso, alimento, ropa, aseo, asesoría y, en ocasiones, protección frente a la violencia xenófoba.
Durante los diez días del levantamiento indígena y popular de octubre de 2019 en Ecuador, Carmen y su familia acogieron a personas venezolanas que vivían en los alrededores de El Juncal y que temían ser atacadas al calor de los enfrentamientos en las calles, o a personas que se quedaron varadas por la declaración de estado de excepción y toque de queda en todo el territorio ecuatoriano que tuvo lugar entonces. En ese estado de excepción de entonces, la hospitalidad no cesó. Las páginas del cuaderno de registro de Carmen de esos días dan cuenta de la cantidad de personas que estuvieron ahí durante varios días.
Ante las medidas de cuarentena decretadas por el gobierno ecuatoriano en marzo 2020, como nos cuenta Carmen Carcelén, cerraron la casa durante dos semanas, pero en este tiempo no detuvieron las acciones de solidaridad con las personas que se encontraban cerca de allí. El 28 de marzo, por ejemplo, 14 niños y niñas y 10 personas adultas venezolanas se encontraban albergadas en la iglesia de El Juncal. Sus esfuerzos, nos relata Carmen, se habían dirigido a garantizarles alimento, medicina y cuidados mínimos. Asimismo, repartieron alimento a las personas venezolanas que se encontraban en El Juncal o carreteras en el área. Como nos comentó varias veces a partir de lo que observaba en la zona del Valle del Chota, la pandemia también provocó un incremento en el desplazamiento de personas que no veían otra opción que retornar a Venezuela ante la inminente crisis socio-económica que provocaría el confinamiento.
En repetidas ocasiones durante nuestras visitas a El Juncal y a la casa de Carmen y su familia, ella nos comentaba que al ver la situación de las personas en tránsito durante la cuarentena se le hacía imposible entender cómo “quedarse en casa”. Escuchó historias de personas que eran atacadas por la fuerza pública y por ciudadanos que les exigían retirarse de espacios, ahí donde no había otra alternativa que el movimiento o la espera en la calle. Por lo tanto, abrir las puertas de su casa era para la familia una decisión irrebatible. Para Carmen la situación es clara, no todas las personas pueden quedarse en casa, y para su protección es necesario mantener las redes de solidaridad y cuidado operando y disputar la narrativa del otro–afuera, en movimiento, extranjero–como fuente de contagio. En abril, empezaron nuevamente a recibir personas en la casa adoptando todas las medidas de cuidados mutuos y corresponsabilidad necesarias. Desde entonces, la casa ha recibido, calcula Carmen, un promedio de 30 personas al día.
Nuestra conversación constante con Carmen nos ha permitido, por un lado, dar cuenta de la cantidad de personas en tránsito en la zona durante la pandemia; pero, por otro, de la diversidad de rutas y razones para moverse en estos meses. Si bien a muchas personas la pandemia las ha encontrado en una situación en la que la decisión de migrar ya había sido tomada, muchas otras se han visto obligadas a desplazarse por la crisis económica y social desatada en los lugares en que residían, donde la pérdida de empleo y vivienda son una realidad recurrente. Asimismo, otras personas han decidido desplazarse hacia o fuera de Venezuela buscando la reunificación familiar, la posibilidad de acceder a servicios de salud, la necesidad de responder a situaciones críticas en su país, entre otras cosas.
A pesar de que la familia García-Carcelén ha recibido apoyo de sociedad civil, actores no gubernamentales y organismos internacionales, con el pasar de los meses algunos de estos esfuerzos se han ido debilitando. Mantener abierta la casa y garantizar la alimentación para quienes pasan día a día por ahí se hace cada vez más difícil. Carmen se ha comunicado con varias instituciones para solicitar apoyo, pero ninguna respuesta sostenida ha sido implementada. No solo eso. En algunos casos, se ha intentado deslegitimar y hasta criminalizar las respuestas solidarias en El Juncal.
Por otro lado, no solo la inestabilidad de las fuentes de apoyo ha dificultado la situación en la casa de paso. Aunque en ocasiones anteriores eran los ingresos familiares los que habían ayudado a que la casa siguiera abierta cuando no encontraban apoyo en otras fuentes, en los últimos meses esta posibilidad se ha dificultado porque al ser una familia que vivía del comercio con Colombia, el cierre de fronteras y la crisis económica generalizada han significado una reducción considerable en sus ingresos y, por tanto, de la posibilidad de sostener esta iniciativa.
Sin embargo, la casa de paso sigue abierta e insistentemente busca la manera de seguir siendo un santuario para personas en tránsito. De ahí que el trabajo que hace más de tres años se lleva a cabo, no solo en la casa, sino en El Juncal, nos permita visibilizar la problemática del tránsito digno y nos muestre acciones que posibilitan la defensa del derecho a migrar y a permanecer en comunidades de acogida que no se niegan a ver la realidad de la migración en la región. El caso de El Juncal además muestra formas de construir redes de cuidado y solidaridad históricas y por desmantelar discursos opresivos desde el Estado. Según Carmen, al ser El Juncal una comunidad afroecuatoriana, entiende la opresión, el desarraigo, la humillación y, por tanto, la potencia de la defensa del derecho a migrar como una defensa de la vida misma. La realidad histórica de la diáspora da cuenta de lo opresivo de la condición de no pertenencia, de extranjería, de otredad impuesta por un sistema/régimen. Por eso, las prácticas de solidaridad y hospitalidad radicales como esta se implican en el acompañamiento a personas en tránsito y dilucidan la posibilidad de actuar en oposición a las fronteras reales, criminalizantes y burocráticas impuestas por los Estados en detrimento de la búsqueda de la vida digna.
Asimismo, este tipo de espacios son instancias en las que se comparten aprendizajes que pueden marcar la experiencia migratoria de muchas personas, se tejen redes de solidaridad y acompañamiento que desafían el relato de estatal que promueve la criminalización y xenofobia, y permiten que surjan comunidades de acogida y de destino que aprecian la diversidad y la defienden. Estos procesos sociales muestran que hay una manera no reactiva de proceder frente a la realidad de la movilidad de personas y de buscar respuestas colectivas que procuren la defensa de los derechos de las personas en tránsito.
Las medidas securitistas, de control, prohibición y vigilancia, no son la respuesta para actuar frente a un problema de salud pública; pero, sobre todo no permiten fomentar condiciones migratorias que garanticen el derecho al tránsito digno para realidades que no pueden ser simplemente suspendidas durante la pandemia. El “quedarse en casa”, al ser un discurso generalizado y mandatorio, no permite ver la realidad de las personas para las que esto no es una posibilidad. Además, como muestran varios de los testimonios recopilados en este tiempo y las historias que Carmen ha escuchado repetidamente en su casa, fomentan un rechazo al cuerpo en situación de movilidad, un rechazo a la realidad de decenas de miles de personas venezolanas en Sudamérica que son vistas como “contagiosas”.
De ahí que no solo la iniciativa de Carmen no haya parado para solventar la ausencia de un Estado de protección para personas en situación de movilidad, sino que continúa resaltando las posibilidades de accionar desde la hospitalidad y solidaridad. La divulgación de lo que ocurre en El Juncal también nos convoca a ser parte de esto y seguir construyendo respuestas solidarias sólidas en defensa del tránsito digno y de corredores migratorios abiertos, y exigir al Estado actuar en cumplimiento con los derechos de las personas en situación de movilidad en el país.