Cuerpos que desbordan: relatos de los caminantes venezolanos en ruta

María Dolores Parreño

En los bordes de la carretera “Perimetral Norte”, que conecta Ibarra, el Valle del Chota y la frontera de Rumichaca, nuestras miradas encuentran grupos de migrantes, pequeños núcleos familiares compuestos por personas que caminan por los filos de la autopista. Entre los meses de julio y octubre, recorrimos las rutas por donde se desplazan cientos de migrantes de Venezuela; los flujos de cuerpos en movimiento son múltiples, hay quienes viajan porque deben realizar trámites burocráticos, existen quienes viajan para encontrarse con familia o amistades esperando en Colombia, Perú, Chile y aquí, en Ecuador. La mayoría busca empleo para poder ofrecerse una vida más digna. En esta narración, regreso a testimonios de caminantes de Venezuela que con su cuerpos en movimiento dibujan desplazamientos por espacios hostiles, que desbordan los discursos y las prácticas de las instituciones estatales y las organizaciones humanitarias.

Durante los primeros meses de la emergencia sanitaria causada por la pandemia por covid-19, aumentaron considerablemente los grupos de migrantes que decidieron volver a sus ciudades en Venezuela a causa del desempleo en Ecuador y la discriminación. Hacia mediados del año era más común mirar grupos entrando por la frontera de Rumichaca. Si bien la mayoría de personas que se desplazan son familia entre sí que viaja en grupos, existen otras que hacen familia en el camino. Lo cierto es que la ausencia estatal y una protección internacional insuficiente y burocratizada fuerzan a las rutas a muchxs caminantes quienes, en palabras de Dainiris, que vive en El Juncal y colabora con el trabajo doméstico en la casa de acogida de Carmen Carcelén, están en un vaivén.

Ella ha vivido alrededor de un año en Ecuador, donde entabló una relación de solidaridad con Carmen, y actualmente apoya con tareas de cuidado en la casa de acogida, donde se construye desde 2017 un espacio que brinda asistencia y soporte humanitario a caminantes venezolanxs. Carmen, además de suplir las acciones y procesos que deberían cumplir las instituciones públicas del estado y las organizaciones internacionales que operan en Ecuador, también representa un pilar emocional y social para la comunidad de venezolanxs en El Juncal. En muchos relatos se nombra a instituciones migratorias y organismos de apoyo internacional, sin embargo su presencia solamente ha cubierto lo mínimo básico para que lxs caminantes puedan extremar sus fuerzas físicas y seguir andando. No han desarrollado acciones y procesos de apoyo ni garantía de derechos para la población venezolana en movilidad.

Sin que este haya sido un objetivo, Carmen y todas las personas que son recibidas en su casa han establecido un proceso pedagógico, porque aprenden de modos recíprocos cuáles son las realidades que enfrentan quienes caminan para vivir dignamente. Carmen encarna una memoria viva de relatos en movimiento, conoce historias de extrema violencia contra las mujeres y las personas vulnerables que abandonan Venezuela. Ella también sostiene los afectos quebrados de quienes pasan por su casa, y hace mediación entre instituciones, organizaciones de ayuda humanitaria, fundaciones y la población migrante. En fin, se hace presente en las negligentes ausencias del estado y los silencios de la cooperación internacional.

 

“Les digo que migrar no es malo y mucho menos se van vacíos, ya aprendieron, ya saben, ya conocieron muchas cosas…” (Carmen, julio 2020)

En el contexto de la pandemia, esta comunidad fluctuante ha tenido que enfrentar los riesgos que representa un contagio adentro de la casa. Muchxs migrantes que pasan por donde Carmen han sido acusados de traer el virus a El Juncal; frente a esto, las organizaciones han mirado hacia otro lado cuando las poblaciones con las que cooperan exigen el cumplimiento real de sus derechos durante una pandemia mundial. Carmen hace una crítica profunda al modo como funciona la ayuda internacional, ella ha vivido de cerca los laberintos burocráticos donde se estancan lxs caminantes cuando solicitan apoyo.

Las instituciones que se ocupan de la protección humanitaria y la garantía de derechos se sostienen en muchas de las labores de mediación comunitaria, en los trabajos de cuidado y de servicio público que realiza Carmen, algo por lo que no siempre ha recibido un reconocimiento concreto. Finalmente, Carmen se enuncia como una migrante, todavía rememora el día en que tuvo que viajar a la ciudad de Ibarra, caminando también, y teniendo que dormir en un parque. Su identificación como migrante ha sido clave en la construcción de relaciones de confianza con los grupos de caminantes que transitan su casa.

En la ruta también existen jerarquías. Un grupo de viajeros jóvenes, de entre 14 y 23 años, habían decidido viajar juntos desde Venezuela; se encontraron en Cúcuta, donde uno de ellos había sido trochero, y por eso conocía las realidades de estos pasos que desbordan los caminos. Por ser jóvenes viajando solos, han sido criminalizados. Sus relatos se mezclan en una polifonía de gestos y experiencias marcadas por la estigmatización de su condición de migrantes. Ellos han sufrido discriminación por su nacionalidad, pero también por ser jóvenes que viajan solos. Dicen que a pesar de lo que digan de su país, ellos lo reconocen como su territorio propio, de donde tuvieron que salir por la imposibilidad de hacer frente a la crisis económica, y no “por gusto”.

En la ruta se viven experiencias de amenaza contra la vida, la presencia de grupos vinculados a la guerra que vive Colombia es uno de los riesgos más temidos. Eso, y la discriminación que deben soportar por migrar a pie: “Parecemos indigentes porque estamos así caminando, pero somos seres humanos y tenemos derechos.” Recuerdan haber sido asistidos solamente una vez en la ruta durante los 25 días que iban caminando. La posibilidad del retorno solamente aparece frente a la imaginación de que en “Venezuela se arregle algo”, de que su país “se acomode”. Este grupo decidió unirse porque sabían que juntos se sentirían menos vulnerables en su recorrido desde Mérida y Maracay, hasta llegar, si el camino sigue bien, a Perú. Durante estas trayectorias, recuerdan que el páramo de Berlín, “La Nevera”, fue un punto crítico. Al final, describen una imagen que recuerdan del camino: una mujer embarazada corría con sus otrxs hijxs para alcanzar una mula (camioneta) y que les dieran la cola (aventón). ¿Cómo viven los desplazamientos forzados las mujeres atravesadas por tantas opresiones?

Las que experimentan mayor vulnerabilidad son las que viven condiciones graves de salud, como Neidi, quien salió de Venezuela para buscar atención médica y poder enfrentar una leucemia que la ha debilitado. Ella viajó con su papá, Manuel, quien sufrió un decaimiento en el camino. La emergencia sanitaria ha puesto en crisis la salud pública y sus instituciones: ella necesita conseguir la transferencia desde un hospital público para ser atendida en Solca; sin embargo, en los centros de salud le niegan la atención porque solo están recibiendo casos de covid-19. Neidi sabe que su cuerpo es demasiado frágil como para resistir un posible retorno, su papá está convencido de quedarse hasta que su hija reciba tratamiento. Neidi y Manuel estuvieron en el proceso de la Embajada de Venezuela entre abril y mayo de este año, cuando un grupo de migrantes armó un campamento en la puerta para exigir respeto a sus derechos y respuestas concretas frente a su necesidad de que se abra un corredor humanitario terrestre entre Ecuador, Colombia y Venezuela que pudiera aliviar su situación de indefensión frente a la necesidad de volver a su país por la crisis sanitaria.

En una casa en el barrio de Miraflores en el sector centro-norte de Quito, se alojó un grupo de 48 migrantes que durante más de un mes estuvieron exigiendo en la Embajada de Venezuela que se establezca este corredor humanitario terrestre para todas las personas que decidieron volver a su país cuando la emergencia sanitaria causó la precarización de sus vidas y la pérdida de sus empleos. Esta casa fue inicialmente arrendada por el esposo de Sorelys, ella llegó hace dos años y trabajaba en un restaurante que cerró al iniciar la pandemia; su esposo fue despedido sin recibir una indemnización. Las habitaciones de la casa estaban todas ocupadas; la mayoría del grupo vivió el desalojo violento de la Embajada, donde muchas personas asistían también para recibir una ración de comida en medio de su protesta, porque su situación cambió radicalmente con la emergencia sanitaria. Sorelys piensa que el retorno es riesgoso, porque no existen las mínimas garantías para que esa experiencia sea segura, al contrario, puede ser un camino hecho de amenazas para la vida, de experiencias que hacen nudos en la garganta al ser narradas.

Recuerda a Alicia, una mujer que no logró mantenerse con el grupo de personas con quienes decidió salir caminando desde Quito luego del desalojo de la Embajada. Ella subió en una mula, la violaron y le robaron las maletas. Logró saltar del camión, fue rescatada por la policía y luego atendida en un hospital. Su hija le ayudó a viajar hasta Colombia, donde tienen conocidos. Pareciera que los caminos que dibujan con sus cuerpos quienes migran caminando hacen borraduras en sus vidas y sus historias mientras avanzan por las rutas. La mujer de este relato fue despojada de sus maletas, donde llevaba su memoria y lo necesario para continuar. Fue desterrada de la dignidad de su cuerpo al caminar por trayectorias fragmentadas para sobrevivir. Mientras dibujan caminos fuera del territorio que sienten propio y desgarrado de sus vidas, al mismo tiempo se van borrando sus relaciones, sus memorias pasadas, lo que hacían y quiénes eran antes de salir caminando desde Venezuela. Pero no todo se borra, la memoria persiste, y ayuda a hacer comunidad a donde se va, aunque sea precaria.

Al igual que Carmen en El Juncal, Sorelys hace labores de mediación institucional entre organizaciones, fundaciones, oficinas públicas y la comunidad migrante de la casa, que es móvil y cambia rápidamente. Ella ha asesorado a muchas personas en su trámite de regularización, aunque reconoce que conseguir la visa humanitaria  tampoco implica mejores condiciones de trabajo. Realizar este trámite -que puede costar hasta 250 dólares- golpea las economías de subsistencia de muchxs migrantes que trabajan por día y reciben salarios injustos por jornadas extendidas; este fue el caso de Sorelys, quien al llegar empezó a trabajar en un hostal donde atendía la recepción, hacía el trabajo doméstico, cargaba mercadería y vigilaba el parqueadero, todo por diez dólares diarios. Un día, por usar mucha fuerza física, perdió un embarazo. Fue una emergencia por la que debió viajar hasta un centro de salud en Machachi para ser atendida, porque no la recibieron ni en la maternidad ni en el Hospital Eugenio Espejo. Esto significa que las instituciones de salud pública tampoco aseguran el cumplimiento de los derechos de la población migrante, una condición que ha empeorado con la emergencia sanitaria.

Muchas mujeres que migran caminando son privadas de lo más básico para sostener su vida. Los trajines que deben realizar para mantenerse en pie en los lugares de llegada están llenos de momentos en que sus vidas y sus cuerpos se ubican en los márgenes, se mueven por bordes para poder tener sustento. Arismar es una mujer de Lara, que llegó hace alrededor de un año después de un viaje que fue gestionado por “un asesor” que le consiguió las conexiones de transporte hasta la frontera con Colombia; pero para entrar a Ecuador debió pasar por una trocha y pagar 30 dólares al trochero. En total, conseguir un viaje puede costar hasta 100 dólares, una cantidad absurda si se piensa que semanalmente el salario no llega a 10 dólares.

Las “agencias de viaje” que hacen las conexiones para migrar funcionan como redes subterráneas que en el relato de muchxs migrantes involucran a un conjunto de actores como trocheros, conductores, y personas cercanas que narran sus experiencias de viaje y comparten los contactos de lxs agentes. El costo de migrar de esta manera es elevado para muchas personas que no pueden cubrirlo; Meibi, alojada también en la casa del barrio Miraflores,  pudo viajar gracias a una agencia que arregló su recorrido, sin embargo siempre ocurren imprevistos y las burocracias migratorias exigen “gastos extras”. A pesar de que ella tiene visa humanitaria, considera que esto no le beneficia y no hace una diferencia al momento de conseguir un empleo fijo o un ingreso estable: “…podemos estar aquí, pero no podemos trabajar…”.

 Cuando le preguntamos sobre su deseo de retornar a Venezuela, nos dice que piensa organizar su vuelta, que siente que su “tierra le llama” y tiene la esperanza de recuperar su plaza de trabajo como doctora. El relato sobre el deseo de volver a Venezuela contradice los discursos discriminatorios que producen representaciones de lxs migrantes como personas que migran por todo menos por necesidades vitales. Al contrario, este modo de movilidad de lxs caminantes conlleva trastocar el tiempo de sus vidas, sus memorias, sus relaciones, y todo lo que construye sus identidades. El encuentro de esta comunidad de migrantes en la Embajada formó microrredes de solidaridad que se han sostenido entre ellxs y les ofrecen un espacio donde estar a salvo de tantas derivas.

Lxs caminantes dibujan sus tránsitos en espacios que se recrean con sus cuerpos en movimiento en la ruta. En un albergue del centro de Ibarra conversamos con Verónica, una mujer trans que hizo su recorrido a pie desde Valencia con la esperanza de terminar su proceso de transición, algo que ella considera su sueño. En Ibarra ha conseguido empleo como ayudante de peluquería y ha vendido dulces en la calle, pero la precarización laboral es algo que la afecta de manera diferente durante la pandemia. Se señala a sí misma y habla de su “condición” para contarnos que en Tulcán la recibieron en un hostal y le ofrecieron asistencia, sin embargo, no tenía celular para volver a contactarse. Esto muestra que los procedimientos para recibir apoyo humanitario no consideran las hondas carencias de lxs caminantes, y no tienen en cuenta las condiciones reales y concretas de sus modos de movilidad. El sueño de Verónica es reinventarse y hacer un tránsito diferente, su transición hacia encarnar completamente a Verónica es el proceso que más le interesa, pero es un deseo que se opone a su necesidad de seguir desplazándose.

Durante sus trayectos, lxs caminantes viven situaciones de peligro que amenazan sus vidas; atravesar trochas es transitar márgenes y grietas en territorios desconocidos, de los que se recuerda casi siempre la sensación de frío y la dureza del cerro. Deben asumir los riesgos de migrar caminando, son vulnerables a que grupos violentos que operan en la frontera se aprovechen de sus fragilidades. Se exponen a la pérdida de sus derechos, a la borradura de sus historias, al despojo de sus identidades anteriores y los sentidos de sus vidas pasadas. Una de las experiencias que marca a muchxs migrantes es el encuentro con grupos de “paracos”, que han llegado incluso a ofrecer dinero a cambio de niñxs que caminan con sus familias.

Yusleidi, a quien también conocimos en el albergue de Ibarra, nos contó que, durante su recorrido, le preguntaron “¿cuánto me das por ese niño?”, refiriéndose a uno de sus hijos. Muchas mujeres en la ruta están más expuestas a sufrir violaciones y abuso sexual en su tránsito desde Venezuela; pareciera que las vidas de quienes migran caminando pierden valor a cada paso, por eso se asume que intercambiarán todo por subsistir y continuar. En el caso de las mujeres que viajan solas o con sus hijxs, la exposición es mayor porque deben negociar con los trocheros y muchas veces estos cometen estafas y las amenazan con  entregarlas a grupos violentos si no pagan la cantidad que ellos decidan.

A pesar de esto, las experiencias de las mujeres caminantes se narran desde los cuidados, desde la búsqueda de mantener lo básico para seguir; en muchas ocasiones los relatos de las mujeres se detienen en momentos en que debieron hacer pausas para conseguir lo necesario para caminar. Así recuerdo a Siudis y su familia, con quienes conversamos en un parterre de una calle en Ibarra, donde se habían detenido para descansar; ella traía a su memoria los lugares donde habían parado para tratar de conseguir zapatos para su esposo y su yerno. Su hija está embarazada, y cuando hablamos sobre el trato que han recibido de parte de la policía u otros funcionarios del orden público durante su recorrido, dijeron que nunca han tenido conflictos.

Sin embargo, cuando se extendió el relato, ella recordó que al llegar a Tulcán, la policía les pidió que abrieran sus maletas en una plaza, y luego revisaron el cuerpo de su hija, una adolescente de 15 años. Lxs caminantes deben tolerar y asimilar por fuerza muchas situaciones de maltrato que se han normalizado en la sociedad, y que se justifican porque la migración se entiende como una amenaza. Sobre ellxs pesan estigmas, prejuicios, estereotipos y representaciones que reproducen la discriminación sistemática que afecta sus vidas y aumenta su indefensión frente a muchos tipos de abusos, sobre todo frente a la xenofobia que atraviesa los entornos y territorios que deben recorrer en sus viajes.

De regreso en El Juncal, conversamos con Rosa, quien vino hace tres años con uno de sus hijos y decidió quedarse cuando Carmen la recibió en su casa y su hijo logró conseguir empleo. Ahora casi toda su familia vive ahí;  Rosa ha atravesado por momentos de desesperanza a causa de la falta de empleo, y recuerda la experiencia del viaje como una vivencia dura y desafiante para ella. Reconoce que ha recibido una mirada excluyente, como si fuese una intrusa, ¿Qué construye la mirada que se dirige a lxs caminantes? Es una mirada que ilegaliza su movilidad y su condición de “extranjerxs”. Rosa, en su relato, justifica los motivos de su proceso de migración, como viéndose obligada a explicar que salieron de su país para enfrentar la precarización de la vida, dice que entiende que las personas de los lugares a donde llegan sientan una invasión en sus espacios. Cargan la sensación de perder, junto con la vida pasada, memorias e identidades que les construyen, de sentir el despojo de sus territorios propios, miedo de tener que volver, y de no poder pertenecer a un lugar.

En la ruta vemos grupos de caminantes que se mueven en el espacio de los bordes de las carreteras, Bajo el sol, han caminado distancias muy largas, y a muchos les queda bastante recorrido todavía. Sus cuerpos transforman el paisaje sensible, encarnan memorias de desplazamiento, anhelos de que un día sea posible regresar, fantasías de encontrar en el futuro la Venezuela de un pasado que se borra de sus memorias. Las historias de sus vidas, los relatos con los que se narran a sí mismxs, se han transformado radicalmente. Antes eran vendedoras, oficinistas, servidoras públicas, doctoras, amigas, madres, hermanas, familia de alguien. Ahora son caminantes y buscan conseguir condiciones de vida más dignas, entornos menos violentos para asentarse con sus familias y construir otras raíces, en territorios todavía ajenos.

Al finalizar nuestros recorridos por las rutas del desplazamiento de cientos de migrantes de Venezuela, en el último trayecto, encontramos en la vía a Otavalo a una pareja con sus dos hijxs. Freddy había ido a recoger a su esposa y sus hijxs hasta Cúcuta, ella debió caminar desde el centro de Venezuela para encontrarlo a medio camino e intentar llegar a Puyo, donde él trabaja en construcción y ya está establecido. Anhelan conseguir algo estable para su familia. En un momento de la conversación, Freddy dice que ahora necesita estar en la ruta para conseguir los medios de seguir su viaje, pero que al llegar a Puyo va a “ser otra persona”. Las trayectorias migrantes provocan cambios en las identidades de quienes caminan; con sus cuerpos en movimiento se mueven sus memorias, se mueven los relatos de sus vidas, se proyectan horizontes no imaginados antes. Se imagina la llegada como un espacio-tiempo posible de alcanzar para ser otras personas después de encarnar los trayectos que deben hacer como caminantes. 

Este regreso de mi memoria a los testimonios de migrantes fue el intento de construir una mirada que enfoca las condiciones concretas de sus vidas, las rupturas de sus identidades pasadas, y también los modos de construir redes en el camino y en los espacios temporales donde la vida se aliviana y su historia se reconstruye durante las trayectorias fronterizas. Las redes de cuerpos caminantes que se forman en las rutas tejen nuevas memorias y encarnan la reconstrucción de la historia de su territorio, que miran con deseo en el horizonte más cercano. Lxs caminantes en la ruta van construyendo la esperanza como un gesto político de resistencia a regímenes de poder que les oprimen, la escritura de sus desplazamientos a pie en el espacio relatando la experiencia de su camino produce una memoria al borde, como sus cuerpos.

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