María José Gutiérrez
Esta es una crónica en dos actos sobre Cúcuta, ciudad colombiana en frontera con Venezuela, al Norte de Santander, y lugar donde inicia el trayecto de lxs caminantes venezolanxs.
I
Julio de 2019. En el puente Simón Bolívar, en lo que se conoce como “La Parada”, se vende, entre otras cosas, cabello. En medio del calor agotador y la multitud que se mueve apresuradamente, unas peluquerías improvisadas en medio de la calle compran cabello a precios similares al costo del jabón en barra, que muchxs se llevan clandestinamente de regreso a Venezuela. Esta es la parada de algunas mujeres venezolanas que necesitan los 13 dólares que cuesta el pasaje de bus a Bogotá.
Desde San Antonio del Táchira, en Venezuela, todos los días miles de personas cruzan el puente Simón Bolívar por unas horas, por unos días o para no volver más. Esta no es una frontera infranqueable. Es uno de los ochos cruces “oficiales” que existen entre Colombia y Venezuela de apenas 300 metros de longitud y donde la sensación de “emergencia” se diluye con el calor y el ritmo del día a día.
Mario H. viaja todos los lunes desde Venezuela para recoger “mercancía”: un par de jabones y cuchillas de afeitar. Decide quedarse en la frontera unos días y regresa a San Antonio del Táchira por el resto de la semana. Su hijas son venezolanas y su esposa es colombiana, o lo era, hasta que en los años 90 decidió cruzar el puente para no volver más. Ella es una de esas personas colombo-venezolanas que también cruzan el puente para regresar a un país que les confunde con un “caminante” más. Mario es uno de los tantos hombres venezolanos que prefieren quedarse “pegaditos” a la frontera haciendo del migrar una actividad del día a día.
Llegué a La Parada con el periodista venezolano Alans Peralta, quien me dijo que la frontera “no podía imaginarse”, había que verla y sentirla para saber lo que estaba pasando. Pero lo cierto es que en ese puente solamente se ha incrementado un proceso que ha estado ocurriendo por mucho tiempo. En el imaginario cucuteño, por esta frontera se mueve la economía informal “desde siempre”. “Esto mueve mucho dinero”, me dice Alans. “A nadie le conviene que se cierre”. –Si es tan fácil cruzar por el puente–, le pregunto a Alans, ¿por qué las trochas? “Porque ahora no todo el mundo puede comprar ni vender”, me responde.
A veces, Mario no puede cruzar el puente y prefiere pasar por una de las más de 250 “trochas”, pasos irregulares que se distribuyen a lo largo de la frontera. Debe contar con al menos 18.000 pesos (unos seis dólares) cada día para pagar el derecho al cruce fronterizo. A veces, cuando el río Táchira lo permite, el cruce se puede hacer caminando. Otras veces, hay hombres “cargadores” que te llevan en la espalda, o un par de puentes improvisados.
Desde que Colombia entró en cuarentena en marzo de 2020, se ha intentado derribar las trochas por ser riesgosas para el control de salubridad. Sin embargo, el cruce “oficial” es ahora un lugar de riesgo para lxs cerca de 71.000 venezolanxs que, según cifras oficiales, han intentado regresar a Venezuela. Ambos países han hecho de este puente una trampa donde es imposible avanzar o retroceder.
II
Tres vecinxs se detienen agotadxs en la “Garita de Marta”, una tienda/albergue/comedor que se encuentra en la carretera que conecta Cúcuta con Pamplona. Marta es una mujer de 58 años que ha dedicado los últimos dos años de su vida a sostener a lxs más de 300 migrantes venezolanxs que transitan cada día por ese lugar. Por unas horas les proporciona comida, medicinas y palabras de aliento para el trayecto que les espera de camino al Páramo de Berlín. En el trayecto de Cúcuta hacia Pamplona hay “dos Martas” haciendo el trabajo “informal” de cuidados. Marta Duque, quien se encuentra en Pamplona a dos horas de la Garita de Marta, recibe en la cochera de su casa a docenas de mujeres y niñxs venezolanxs por un par de noches. Sus vecinxs la han amenazado con denunciarla por insalubridad.
Estos albergues son “extra-oficiales”, no reconocidos y amenazados con ser clausurados. Son también los que más migrantes atienden. No son refugios, pero tienen que funcionar como tal frente a la falta de atención adecuada para quienes transitan por esta ruta. Son limitados, carentes, pero son los únicos espacios que proporcionan cuidado.
Douglas, un zapatero de Pamplona, también ha adecuado un espacio limitado en su casa para recibir a aquellos que “no aplican” para la atención humanitaria. “[A lxs caminantes] les dan una bolsita de víveres solo si pasan con niñxs”, me dice Marta hablando de las dos carpas de atención humanitaria que se encuentran a la entrada a Pamplona. A la Garita de Marta los organismos de atención humanitaria en Cúcuta le han negado ayuda económica, por tener un “negocio” que le brinda “suficientes ingresos”. A pesar de esto, Marta ha podido sostener este espacio a través de donaciones individuales y su propio trabajo.
Este lugar es, además, un museo. Las paredes de plástico de la carpa están cubiertas por trozos de cartón con mensajes de agradecimiento escritos por lxs caminantes venezolanxs. Del techo cuelgan cientos de billetes de bolívares, la moneda venezolana, atados a un cordel con mensajes escritos a mano. “Gracias a Marta estamos vivos”. “De camino a Perú con el deseo de salir adelante” “Por mi hija camino al Sur”, son algunas de las frases que pueden leerse en tinta borrosa. Los bolívares dejan de tener valor al cruzar la frontera y se convierten en papel que es intercambiable únicamente cuando se convierte en una flor de origami. Estas flores ocupan el tiempo de la espera de lxs caminantes.
En agosto de 2019, estuve con Marta cuando Suani y sus dos vecinos, Angelita y Humberto, llegaron a la Garita. Suani venía con el tobillo hinchado por un intento de robo quince minutos atrás. Su vecina Angelita tenía cerca de cincuenta años y ambas estaban a cargo de su otro vecino, Humberto de setenta años de edad, quien sonreía con el rostro quemado por el sol. Salieron desde Valencia, Estado de Carabobo al Norte de Venezuela hace un par de días, rumbo a Ecuador. Suani quiere llegar a Quito porque en Colombia hay “demasiados venezolanos y ya no nos quieren”. Primero deben recorrer cerca de 550 kilómetros hasta Bogotá, y antes de eso, la parte más difícil del trayecto: El páramo de Berlín. Son 195 kilómetros de un gélido territorio que hace parte de un sistema de parques naturales entre Cúcuta y Bucaramanga y del que todxs esperan salir con vida.
Escucho que hay rumores de muerte a 3.000 metros de altura por el frío del páramo. Que unos campesinos colombianos habían encontrado a personas muertas allí un par de días antes. Que los buses y camiones tienen prohibido por ley llevar migrantes por miedo a ser considerados traficantes de personas. Que no hay refugio en Bucaramanga y que los albergues de Marta Duque y Douglas en Pamplona ya no dan abasto. El rumor pasa de boca en boca y es la única información a la que acceden lxs caminantes. El rumor de morir de frío debe ser algo aterrador.
Desde septiembre de 2020, La Garita de Marta sigue recibiendo caminantes pese a la pandemia. Algunxs quieren regresar a Venezuela, otrxs siguen camino al Sur. En un mensaje de audio, Marta me cuenta que necesitan mascarillas, leche y un par de cobijas. La atención humanitaria ha dejado de llegar al lugar y en los medios, las fronteras permanecen cerradas, lxs caminantes han dejado de caminar y todxs estamos guardando cuarentena.
Un comentario
Amarela Varela
at 3 años agoGracias por esta estampa de solidaridad y hospitalidad radical