Des/andar Latinoamérica
Acumular kilómetros no siempre ha significado avanzar para lxs venezolanxs que se arrojan a caminar por Latinoamérica. Si la crisis económica y política de su país les arrojó a la huida durante los últimos cinco años, hoy los efectos de la pandemia en los países del sur de la región les devuelven a las rutas a desandar sus pasos para retornar a Venezuela.
En el mapa, los movimientos de lxs caminantes no son las líneas que dibuja el viajero con destino final. Son discontinuas, repetidas, suspendidas. Se ven como movimientos aparentemente erráticos por todo el continente.
Los cuerpos caminantes guardan la memoria de la inclemencia del frío en los páramos, del sol que deshidrata y arde, de los largos trayectos por geografías serpenteantes y con hambre, con los zapatos gastados. En medias. Descalzxs. Sus cuerpos se doblan con el peso de las mochilas, empujan cochecitos infantiles o carritos de mercado con las pertenencias que todavía conservan. Hay cuerpos que se arriesgan a que el viaje termine en una de las trochas ilegales dominadas por grupos armados. Son cuerpos que viven la extorsión, los robos, ataques con armas, violaciones. También hay cuerpos que se detienen por la enfermedad. Quienes salen de Venezuela a pie viven la angustia de quien no llega nunca.
Dicen las cifras que por las troncales que conectan Venezuela con Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Argentina han caminado miles de personas, hasta 500 diarias en el 2019. Ecuador es un paso obligado por el que transitan familias completas, incluidos los perros que van ganando simpatía en el camino. Caminan también grupos de jóvenes, mujeres con sus hijxs, hombres solos. Vienen de Falcón, Barinas, Bolívar, Mérida, San Antonio, Mirando o Carora, lugares en los que migrar estaba más asociado con recibir a personas de Colombia y Ecuador en la década de los noventa, que con la necesidad de salir.
Al llegar a Cúcuta, la frontera con Colombia, lxs caminantes llevan sobre sí el kilometraje recorrido dentro de su país. Pero para llegar a Quito todavía les faltan 1.649 kilómetros o 349 horas de viaje a pie según Google Maps, una información probablemente irrelevante antes de este éxodo, pero que se siente en cada paso que dan: en las rodillas, en la espalda, en los pies. Transitar de Cúcuta a Bucaramanga implica cruzar el páramo de Berlín, una cuesta empinada y hostil que les sorprende sin abrigo. Entre quienes sobreviven la hipotermia, unxs deciden ir hacia el norte de Colombia y otrxs hacia el sur. Así pasan por Ibagué, Cali, Popayán, Pasto e Ipiales sorteando los peligros, el desgaste físico provocado por el recorrido y el agotamiento emocional generado por la xenofobia y la discriminación.
Al cansancio del camino se suma la burocratización de los procesos migratorios, las exigencias que desconocen la realidad de la que han escapado. Entre fronteras, la distancia puede ser insondable si se mide en permisos, papeles y firmas imposibles. Por eso, muchxs optan por las trochas ilegales como única opción para cruzar.
La solidaridad que sostiene
Tanto para quienes caminan buscando llegar a Perú o Chile como para quienes están intentando retornar, la casa de Carmen Carcelén en El Juncal, es de los pocos lugares en los pueden hacer una pausa para reponer el aliento.
“Después de la pandemia, la gente ya no pasa en la misma cantidad, ha disminuido, pero su inseguridad es mayor. No saben a dónde ir, no quieren continuar por la situación en Colombia y Venezuela. Antes llegaban con fuerza y confianza de ir a Perú a trabajar, pero ahora tienen temor de sus vidas y van también más cargados, llevan unas maletísimas a cuestas”, dice Carmen, quien ha abierto las puertas de su casa a miles de caminantes durante los últimos dos años.
Estos relatos ubicados en los mapas dan cuenta de la incertidumbre, las múltiples violencias y barreras pero también de las solidaridades y la persistencia que les sostiene para caminar un kilómetro más.